El objetivo que cada candidato o cada partido persigue en una elección nunca es debatir, no importa que lo afirmen; en realidad su objetivo siempre y en cualquier lugar del mundo es maximizar el porcentaje de votos el día de la jornada electoral (para algunos, no para todos, ese objetivo es ganar). De esta manera, los debates son sólo momentos de la campaña, momentos que pueden o no ser importantes, dependiendo de si los ciudadanos los tomarán en cuenta para su decisión de voto.
Para algunos candidatos el debate es una oportunidad de mostrarse mejor que los demás, de exhibir debilidades de los adversarios y por ello buscan que haya muchos, normalmente ésta es la postura de los candidatos que no van en primer lugar de las preferencias y que buscan cambios en las percepciones; para otros candidatos, el debate es un obstáculo o un momento de riesgo y evitan debatir más de lo que la ley les obliga.
Los debates, entonces, no son una búsqueda de comunicarle al ciudadano lo que quiere saber, sino momentos en la estrategia, en los que se busca dar golpes o evitar golpes de los adversarios. En ese sentido no es de extrañar que los equipos de campaña declinen la asistencia a debates, promuevan un mayor número de ellos, busquen formatos con más riesgo para los candidatos, pidan horarios de transmisión con mayor o menos audiencia y busquen colocar temas en la agenda que les sean favorables y que no puedan ser evitados en el desarrollo del debate. Sin embargo, para muchos medios de comunicación e incluso para algunos analistas todo este momento se reduce a una simple pregunta: ¿Quién gana?
En realidad, es fácil responder a la pregunta, pero no es tan fácil evaluarlo en su momento. Un debate lo gana quien logra incrementar su porcentaje de preferencias y logra disminuir el de sus adversarios. Y si nos fijamos, no hablo del número absoluto de votos, sino de porcentajes porque, al igual que en una campaña negativa, a veces la estrategia en el debate no es atraer votos en favor, sino sólo hacer que abandonen a otro de los candidatos; tampoco estoy diciendo que un candidato en debate siempre busque los votos del puntero, a veces por estrategia ve más accesibles los de otro candidato o busca apoyar la estrategia de alguno de los otros, pero, a fin de cuentas, su ganancia o pérdida se mide por el incremento o la disminución de sus posibilidades el día de la jornada y ésa sólo se puede estimar con las preferencias electorales.
Para ser claro, el resultado del debate no es posible saberlo al terminar éste; se requiere un periodo de reflexión y de asimilación por parte de los ciudadanos y encuestas pre y posdebate para conocer los movimientos que genera en las preferencias. Sin embargo, en los medios la pregunta permanecerá: ¿quién ganó un debate? Y para quien vea el debate, daré dos señales a observar: a) los errores y b) las expectativas.
a) Los errores. Más que los buenos discursos, las buenas propuestas o la habilidad retórica, los candidatos buscan provocar y aprovechar los errores del contrario, ahí se dan los mayores efectos, en los posibles errores. Si ninguno se equivoca, los efectos del debate serán mínimos o inexistentes. Los errores pueden venir desde una imagen discordante con su mensaje, titubeos, expresiones corporales, mentiras evidentes en cifras o momentos que al ciudadano le importen, humor mal utilizado y muchos otros momentos. Por ello, los candidatos se preparan con tanto tiempo, para no equivocarse, para no caer en provocaciones, para que sus estrategas le definan una estrategia discursiva que provoque a los otros. Éste es el principal elemento de análisis, la búsqueda de los errores. El efecto de un error en un debate puede ser no sólo magnificado, sino explotado posteriormente como parte de los spots de campaña, por ello es tan importante el cuidado que ponen en la preparación y entrenamiento antes del evento.
b) Las expectativas. Relacionado con lo anterior, un candidato gana o pierde un debate si se desenvuelve por arriba o por abajo de la expectativa que generó. Así, un candidato que se espera que “arrase” a sus adversarios tiene el reto de hacerlo y aun en ese caso no será para nadie ninguna sorpresa y no logrará grandes incrementos en las preferencias; por el contrario, si ese candidato fracasa en su intento de “arrasar”, se le verá derrotado por no cumplir las expectativas, a pesar de haber hecho buenas propuestas o incluso haber sido mejor en ese debate. De la misma manera, la baja expectativa con la que un candidato llega a un debate le ayuda porque, si se cumple, a nadie sorprende y no pierde simpatizantes. Esto explica cómo los días previos a un debate los equipos buscan dejar mensajes sobre lo difícil que será el formato, el horario, la duración u otro elemento para su candidato o intentan poner las altas expectativas en el contrario (“debe explicarnos tal cosa”, “debe mostrar que es capaz de...”, etcétera).
El posdebate
Tal vez sea el momento real para ganar el debate, que no sea sorpresa para nadie que todos se declaren ganadores, todos los candidatos nos dirán que el debate fue tal como lo diseñaron, que los demás atacaron mientras ellos propusieron, que fueron ellos mismos quienes atendieron los temas que interesan al ciudadano, etcétera.
El diseño del debate incluye la planeación del posdebate; en todas las mesas partidistas posteriores escucharemos las versiones de cada equipo de campaña y no el análisis real del debate, así que incluso para hacer el análisis debemos esperar cómo planea cada equipo este momento. Mientras, lo que se puede hacer es una crónica, pero sin saber bien a bien el efecto final.
En el posdebate veremos a los voceros de cada candidato magnificar los errores del adversario y reforzar el mensaje de su representado; los veremos defendiendo con enjundia por qué su candidato “ganó”, aun sin saber bien a bien cuántos puntos sube o cuántos baja; incluso veremos algunas mediciones que nos lo digan en la opinión de quienes lo vieron, pero una encuesta posdebate nos dice más del perfil de quien vio el debate que el efecto que provocará en las preferencias electorales, y esto se genera porque todo ciudadano tiene una fuerte tendencia a ver ganador del debate al candidato por quien piensa votar. Por ello, para medir el efecto del debate se requieren encuestas previas y posteriores a ese evento y observar si hubo cambios en la población total, no sólo entre quienes lo vieron.
Por último, no debemos olvidar el nuevo elemento en la comunicación política que está en desarrollo, pero ya con fuerza para fijar agenda, las redes sociales.
Todos los equipos buscan hacer un debate paralelo. Por ejemplo, en Twitter vemos los intentos de evidenciar cada error adversario, de mostrar y reforzar los mensajes durante cada participación del candidato que apoyan y de motivar esa idea de triunfo que a todos les interesa generar. Como antes he dicho, hoy es imposible separar el “evento debate” de las ideas y el proselitismo que aparecen en las redes.
Artículo de Roy Campos publicado en El Economista el 30 abril 2012